Si hay algo que todos buscamos invariablemente a lo largo de nuestra vida es la comodidad: en la casa, en los viajes, en el mobiliario, en la ropa, en el trabajo, a través de los artefactos domésticos, el “all inclusive” y todo lo que corresponda a la “ley del menor esfuerzo”.
Pero si bien es agradable, la comodidad puede ser un analgésico que adormece y anestesia el alma, nos roba el deseo de crecer y avanzar hacia nuevos horizontes y territorios, produciendo inercia y pereza para realizar cambios.
En algún momento de nuestra vida tenemos que decidir por la comodidad o la incomodidad. Comodidad es todo aquello que nos dice: “ ya lo lograste” y nos invita a sentarnos tranquilos a admirar nuestra obra y a disfrutarla, a no tener más visiones ni proyectos.
Es la zona de confort, donde sólo nos enfocamos en el propio interés personal y donde una voz interna nos dice que no es necesario pensar y actuar diferente.
La mente cómoda nos roba la pasión por conquistar y ganar, nos roba el entusiasmo y nos acostumbra a vivir en un estado de tristeza, decepción y depresión.
Por otro lado, la incomodidad nos mantiene expectantes, teniendo nuevas visiones, sirviendo y trabajando para el prójimo y en consecuencia, para Dios. Si no salimos de nuestra zona de comodidad, nos estancaremos y no podremos experimentar expansión y crecimiento.
La incomodidad nos mantiene activos, frescos, ilusionados y en movimiento cumpliendo los propósitos que Dios tiene preparados para cada vida que se encamina en sus pasos. La incomodidad nos mantiene molestos, heridos por la mediocridad, insatisfechos con la realidad que nos rodea y observamos en otros. Sin embargo este estado del corazón no genera amargura y frustración, sino que es el disparador para activarnos y movernos hacia la transformación de esa realidad que no aceptamos vivir.
Una persona insatisfecha sale de su estado de resignación donde se encuentra sumergida y sigue esforzándose. La incomodidad es su mejor aliado y siempre le dirá que algo más puede hacer, que algo más puede cambiar.
Ahora, resulta irónico pero mientras nosotros buscamos la comodidad en todo, Dios busca nuestra incomodidad. Porque él nos conoce y sabe que nadie que disfrutó una vida cómoda se involucró profundamente en procesos de cambio y transformación en el mundo.
Algunos ejemplos en la historia de la humanidad hablan por sí solos:
Gandhi se sintió incómodo en su interior al ver los abusos que sufría su país e hizo que se activara para ayudar y pelear por un cambio a través de una guerra silenciosa.
Fue la incomodidad de Nelson Mandela lo que hizo que trabajar por la igualdad social de África.
Fue la insatisfacción de la Madre Teresa de Calcuta la que hizo que dedicara su vida a los más desfavorecidos.
Pero traigo un ejemplo supremo: Fue la incomodidad de Jesús al vernos perdidos y sin rumbo lo que le hizo dejar el cielo y venir a este mundo y hacerse hombre para nuestra salvación.
Si algo hace común a estos personajes mencionados y a todos los que transformaron ambientes sociales es la incomodidad, la insatisfacción con su presente estado de las cosas.
Todo cambio comienza con insatisfacción, con ese enojo saludable e interno que hace que nos levantemos.
Dios necesita muchas personas incomodas e insatisfechas con el estado actual de las cosas para que se unan al propósito de Dios para ser luz y salvación a los que no lo conocen ni experimentaron su paz.
Si estamos de la mano de Dios, es bueno hacer caso a las incomodidades que nos hace sentir, porque él tiene preparado planes para que salgamos del letargo de nuestra vida. Tarde o temprano eso que nos incomoda hoy será un motivo de gratitud mañana por haber salido de la zona de confort y habernos desplazado hacia el cambio y el desafío. Mantengámonos incómodos.
Dijo Jesús: (Mateo cap. 5)
Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.
Dichosos los compasivos, porque serán tratados con compasión.
Dichosos los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios.
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