La vergüenza

Es una sensación humana donde la persona se hace consciente de su deshonor, desgracia, o condenación. El diccionario de la RAE la define como una afrenta pública, en el sentido que constituye una ofensa personal que queda a la vista de una comunidad que la condena unánimemente.
Domésticamente, podemos decir que es un sentimiento ocasionado por alguna falta cometida, o por alguna acción humillante.
También la relacionamos cuando se afecta nuestro pundonor o amor propio.
Representa la timidez que sentimos ante determinadas situaciones y que nos impide hacer o decir una cosa

Pero también la vergüenza es la que reprime nuestro impulso a violar las leyes y frena la voluntad de corrupción.
Para Aristóteles la vergüenza y el rubor eran indicios inequívocos de la presencia del sentimiento ético. Cuando faltan, todo es posible. Sentir vergüenza es tener un límite intraspasable.
Para los cristianos, esta presencia ética de la que habla Aristóteles, es ni más ni menos que la marca divina que Dios puso en cada individuo para que vivamos felices.
Tener la alerta vergonzosa, es estar dotados de alarmas que nos dicen cuando avanzar y cuando frenar en nuestros actos.
Por ella, sabemos qué está mal y qué está bien, aunque no nos hayan enseñado o adoctrinado sobre cada escenario de conducta de nuestra vida
En este punto quiero resaltar la importancia de tener y sentir vergüenza en el sentido de la conducta ética que mi prójimo espera de mi.
Podemos preguntarnos: El que está a mi lado,¿ se siente seguro conmigo?.
O piensan que he perdido la vergüenza, es decir, ha dejado de ser alertado por mi conciencia que algo en mi anda mal? ¿Soy un “sin vergüenza”?
Definimos a un sinvergüenza como aquel que no tiene decoro o cuya moral no le impide cometer faltas éticas. La desvergüenza y el deshonor de un individuo indican que las consideraciones morales le son indiferentes.
Filosofar en este sentido no tendría motivo alguno para mí, sino fuera espectador cada día de la desvergüenza que se palpa en la sociedad en que vivo.
Veo con tristeza cuantas personas pierden la capacidad de sentirse “sonrojados” por sus actos corruptos: Desde estacionar su vehículo en lugar prohibido, impidiendo la salida libre de otro que lo hizo bien; pasando por los que se “cuelan” en las filas o toman ventaja inmoral cuando hay una necesidad social; continuando por los que consiguen favores institucionales a costa del perjuicio de otros, y finalizando por descarados funcionarios públicos que se enriquecen ilícitamente y que no le temen al juramento que hicieron al comenzar a servir a sus representados, porque perdieron las alarmas de su moral, es decir, son sinvergüenzas.
Estoy convencido que cuando me conduzco con mi ética antigua, la de mi abuela, la que leo en la Biblia, la que me hace sonrojar, la que me impide pegar, agredir y maldecir a mi prójimo, ese camino me llevará al éxito de mi vida y conducta.
Y más, cuando pienso que estoy continuamente observado por mis alumnos adolescentes, jueces implacables de mi ética, siento que soy responsable también del resultado de su conducta cuando sean adultos.
En este momento cabe la reflexión que hiciera hace varios siglos atrás Georg Lichtenberg (1742-1799), un profesor de física y científico alemán que expresó:
Cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto.
Así que cuando veo que un grupo social, familia, barrio, comunidad educativa, club deportivo o cualquiera que sea, es violento, malhablado, mal intencionado, o no cumple con las expectativas por el cual fue formado, pienso: ¿Quién está a cargo?
¿Será que los que mandan, los que tienen que marcar las vías de conducta, perdieron la vergüenza? ¿Será que la violencia viene como consecuencia de que todo vale porque nadie se sonroja? ¿Será que todos gritan y pegan porque la violencia es la razón de las que no lo tienen?
Comencemos entonces por pedir humildemente a Dios que nos devuelva la vergüenza que perdimos, que nos despierte el amor al prójimo que impedirá que le hagamos mal, que estemos alertas porque que cada acto de nuestra vida es observado por nuestros menores que lo copiarán para su felicidad o desgracia.
Yo ruego a mi Dios, que nuestras autoridades políticas tengan vergüenza, esa vergüenza que los hará respetables, que los catalogará de “gente” y que mostrará que todavía son humanos, criaturas de Dios y no animales irracionales, dispuestos a todo, incluso la violencia y la muerte, para obtener ideales mezquinos.
Si ellos “bajan” ese ejemplo al pueblo, seguramente, el docente, el colectivero, el empleado, la ama de casa, el público en general, se sentirá seguro con el que tiene al lado, porque “la vergüenza” nos gobernará.
Le preguntaron a Jesús, cuál era el principal mandamiento que debían cumplir las personas. El respondió: Amar a Dios sobre todas las cosas, pero añadió que había otro que lo secundaba: Amar a tu semejante, como a uno mismo. Seguramente, con estas prerrogativas, nuestras conciencias tendrán afinadas todas las alarmas para saber evitar lo malo y elegir lo bueno y la violencia no tendrá cabida en nuestra sociedad. ¿Suena muy utópico para hacerlo? Si la respuesta en la mayoría de los casos es afirmativa, podrá explicarse por qué nada cambia entre nosotros.

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